Las lobas by Narcejac Boileau

Las lobas by Narcejac Boileau

autor:Narcejac Boileau
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Intriga, Novela
publicado: 1955-06-01T21:00:00+00:00


CAPÍTULO OCTAVO

Llovía. Apenas salíamos. Los diarios hablaban de sabotajes, de atentados, de medidas rigurosas. Elena había dado vacaciones a sus alumnos. Vivíamos indolentes en aquellas enormes habitaciones que recibían luz de un solo lado, lo cual nos daba un perfil sombrío y otro iluminado. A escondidas de ambas hermanas, perseguía inexorablemente a Julia. Era semejante a la mano que avanza, abierta y tranquilizadora a fuerza de lentitud, hacia la mosca. Y, como la mosca, ella se alejaba precisamente en el segundo en que ya sólo tenía que cerrar los dedos. En el apartamento, que tan bien se prestaba a todas las fintas, era una lucha cortés, sonriente, de la que siempre salía vencido, porque era hombre. Julia encontraba siempre el pretexto que le permitía reunirse con Inés o con Elena: limpieza, vajilla, vestidos que planchar. Se me escapaba, me decía muy amablemente:

—¡En seguida vuelvo!

Volvía. Pero nunca sola. Cuando nos encontrábamos reunidos, nunca dejaba de prodigarme muestras de ternura; me pasaba la mano por el cabello, me daba un beso en el cuello. Una vez se sentó en mis rodillas y yo debí cogerla por la cintura para impedir que cayese. Olía a mujer; era firme, cálida y reía al sentir sobre su cadera mi mano, que se excitaba. Exasperaba a Elena, que ya no ocultaba su malhumor. La tempestad acechaba. Cada minuto me traía un arrebato; el tiempo hormigueaba en mi carne; tenía como ortigas en la sangre. Afortunadamente, Elena era demasiado educada para no dominarse. Pero Inés, mucho menos dueña de sí misma, era muy capaz de provocar el incidente. Julia, tan reservada al principio, dejaba asomar ahora su carácter. Por ejemplo, bebía el vino sin agua, echando la cabeza un poco hacia atrás para sorber las últimas gotas; o bien manoseaba las chucherías que había en las vitrinas; Elena no podía contenerse y la advertía:

—¡Cuidado! ¡Es frágil!

—¡Oh! No suelo romper nada —contestaba ella.

Insignificancias. Pero en seguida captadas, amplificadas por la intrascendencia de las palabras, el silencio de las habitaciones a nuestro alrededor y la sensación de que el apartamento se había convertido en un coto cerrado. Lo más penoso era, sin duda, la manera

en que Julia se instalaba, tomaba confianzas husmeando en la cocina, registrando los cajones en busca de un dedal, de una aguja.

—¡Si me hubiese preguntado! —observaba Elena mordaz.

Yo apretaba los puños en los bolsillos. Aún faltaban cuatro días. Aún faltaban tres. Una noche descubrí que la habitación de Julia comunicaba con la mía por una puerta inutilizada. Entonces arranqué una hoja de una vieja libreta que había en un cajón de mi cómoda y le escribí:

Arrégleselas para que mañana por la mañana podamos salir juntos.

Oí que Julia andaba por su habitación. Doblé la nota en cuatro; la aplasté y la introduje por debajo de la puerta. Resbalaba sin encallarse. Di varios golpecitos breves; se produjo un silencio. Entonces, de un empujón, envié la nota. Ella no podía dejar de verla. Esperé sin levantarme. Por un estremecimiento del parquet, por un leve movimiento de la madera sobre la que tenía yo la mano, supe que ella estaba detrás de la puerta.



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